Venezuela, huida hacia adelante

Una evidencia insoslayable en la Humanidad actual es la proliferación de mecanismos electorales de muy diverso contenido para fundamentar las bases del poder político. Se ha repetido con insistencia que –por primera vez en la historia–, durante 2024, más de la mitad de la población del mundo ha sido convocada a participar en comicios relevantes para el futuro de sus sociedades. Sin embargo, no todos los procesos electorales llevados a cabo han gozado de –al menos– un requisito que resulta imponderable. Se trata de la posibilidad de auditar los resultados. Es decir, que no haya ninguna duda entre el resultado oficial pronunciado y la voluntad efectiva de quienes sufragaron.

Al unísono, hay otros mecanismos que tienen también el carácter de necesarios, como son la libre e igual expresión del sufragio entre candidaturas diferentes, conformadas libremente por quienes desean configurarlas, así como la existencia de autoridades imparciales. Este enunciado supone el principio primordial de toda elección. Mediante la comprobación de los resultados, instancias veedoras independientes abocan a que los perdedores puedan reconocer al ganador que –en definitiva– es la llave de oro de la bondad de toda elección.

Durante la tercera ola democratizadora –que, en América Latina, se extendió entre 1978, cuando se dieron los comicios en la República Dominicana, y 1994, momento en el que en El Salvador se celebraron las «elecciones del siglo»–, las transiciones a la democracia desde gobiernos autoritarios estuvieron signadas por procesos electorales medianamente transparentes, homologados por la comunidad internacional y con resultados aceptados por todas las partes en liza. Ese fue el éxito fundamental de aquel momento histórico.

En aquella oleada de convocatorias a las urnas, quizá el proceso nicaragüense presentara las características más relevantes, por cuanto que supusieron una «doble transición» del autoritarismo de los Somoza, al régimen revolucionario con vocación de partido único del sandinismo. Y, de este, a una democracia plural y competitiva. Las elecciones de febrero de 1990, en las que Violeta Barrios de Chamorro resultó vencedora frente a Daniel Ortega –con una participación del 86% del electorado–, supusieron el momento estelar del periodo. Los sandinistas dejaron el poder, aunque no el control de las Fuerzas Armadas, y se llevaron a sus casas muchos de los activos que manejaron en el poder en lo que se denominó «la piñata». La ironía hizo que tres lustros después, una facción encabezada por el propio Ortega empezara a establecer un nuevo régimen autoritario, violentando vía electoral mediante la persecución de la oposición.

La deriva autoritaria de Nicaragua corrió en parangón con lo acontecido en Venezuela sobre todo a partir de 2013, cuando las elecciones dejaron de ser auditadas y los resultados se dieron «a beneficio de inventario». Es por ello que los comicios venezolanos del pasado domingo, los terceros en que Nicolás Maduro es candidato del oficialismo, pueden enmarcarse en ese escenario. De acuerdo con las noticias recabadas hasta el momento, la instancia oficial encargada del proceso electoral ha señalado el triunfo del presidente Maduro con el 51%, sin aportar evidencia documental alguna y contando con la absoluta discrepancia del principal grupo opositor, liderado por el candidato Edmundo González Urrutia. El mismo que sostiene poseer evidencias de que los votos alcanzados por su candidatura habrían llegado 68% de lo sufragado.

Por encima de cualquier consideración, existe una circunstancia que debe ser valorada. Es necesario llevar a cabo una auditoría que verifique que los votos emitidos han sido contados, así como que el sufragio de quienes lo hicieron quedó depositado. En un clima de enorme polarización, y en un escenario en el que las autoridades controlan todos los resquicios del aparato institucional del país, se trata de una tarea urgente que llevar a cabo, como así ha pedido el presidente colombiano Gustavo Petro, nada sospechoso de compartir veleidades derechistas.

Venezuela entra en un periodo en el que –de persistir su gobierno en el bloqueo de una vía electoral efectiva– la profundización del autoritarismo es posible que se convierta en la opción protagonista. Pero la continuidad de las prácticas llevadas a cabo por el chavismo supone una huida hacia adelante. El escenario previsible, que ahora cuenta con una oposición perfectamente articulada, traerá más dolor en los hogares venezolanos, con el consiguiente incremento de la ya de por sí trágica marea migratoria, empobrecimiento por la incapacidad gubernativa de gestionar la economía y el aislamiento regional. En América Latina, Nicolás Maduro solo contará con el apoyo de Cuba y de Nicaragua.

Ante el bloqueo de la salida por la vía electoral, solamente habría dos mecanismos de superación del supuesto triunfo oficialista. Por un lado, la movilización social en la calle. Y, por otro, la intervención internacional. La primera opción, aunque se inicie bajo los auspicios de una movilización pacífica, corre el riesgo de ser manipulada por elementos incontrolados, generando una espiral acción–reacción con resultados de violencia indiscriminada, que justificaría una actuación en la calle del ejército para asegurar «la paz social». Una circunstancia que, a la postre, consolidaría el papel de mantenedor del orden del oficialismo y la consiguiente revalidación de Maduro. La segunda alternativa, habida cuenta del alineamiento del régimen venezolano con China, Rusia e Irán, produciría un escenario de tensión internacional inimaginable.

Manuel Alcántara Sáez, es catedrático emérito de la Universidad de Salamanca (USAL) e investigador de América Latina, con varias décadas de experiencia a sus espaldas.

Más información sobre la situación política en Venezuela en el libro «Huellas de la democracia fatigada», del mencionado autor. La obra se puede adquirir en el siguiente enlace.

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